Hay una lección en los pueblos que los pueblos mismos no dejan de aprender: unidos son más fuertes. Así en sus poblados como en sus regiones, así en los frutos de la tierra como en la sabiduría de sus abuelos, blindada por los siglos. Dentro de sus países y con los hermanos de toda la América nuestra.
Hoy como siempre la unión empieza entre vecinos y compañeros. Pero como nunca, hoy los pueblos indígenas de América se hablan en voz alta. Convergen en la medida que van corroborando que los que los identifica y hermana es mucho más fuerte y prometedor que lo que los separa o divide. Todos tienen una lengua y una Madre que proteger. A todos los acechan para borrarlos poderes políticos y económicos, ejércitos, paramilitares, policías, empresas mineras, energéticas, constructoras, turísticas, agroindustriales. También partidos, iglesias, casinos, cantinas. Y leyes injustas que contradicen sus derechos humanos, comunitarios, culturales y territoriales.
Algo se acelera en nuestra América. Una onda expansiva que esta vez viene del sur, expresada en las movilizaciones de los pueblos amazónicos de Perú y Ecuador, pero también en Bolivia y Colombia.
Los Estados-nación están en problemas. El de México en particular se cae de podrido. Ello vuelve aquí tan aparentemente paradójicas las demandas de autonomía, autodeterminación, plurinacionalidad. Los pueblos indios son la reserva más incondicional con que contamos para la defensa a la soberanía.
Los enemigos de México, sus Atilas, son los actuales dueños del poder, los que dicen defendernos mientras degüellan a la patria, sus suelos y seres vivos. La unidad de los pueblos indios resulta para ellos "peligrosa", "amenazante", y con razón, pues los ilegales, los injustos, los criminales son ellos. No sólo aquí, acaban de confirmarlo en las Baguas el presidente Alán García —engendro de la secuestrada "democracia" peruana— y los aparatos de orden e información. Si los pueblos se defienden (en la raya además, dentro de los linderos de sus propias tierras), "atentan" contra la legalidad, el progreso, la mayoría nacional y todas esas mentiras; en todo caso, mentiras en manos de los actuales propietarios del Estado, sus liquidadores.
Del salinismo al calderonato y de mal en peor, padecemos una sostenida estirpe de esta calaña. También las resistencias se suceden, se renuevan, aún cuando son golpeadas por la ley o lo que los bandidos entienden por ella. En Chiapas permanecen presos siete tzeltales de San Sebastián Bachajón que "estorban" a los destructivos "detonadores del desarrollo" que les pretenden imponer en sus selvas; mientras, la persecución policiaca contra el MOCRI-CNPA-MN ya es transestatal (pues de Chiapas se propagó a Oaxaca, Veracruz y Puebla durante la marcha pacífica de esta organización al Distrito Federal para demandar la libertad de sus compañeros presos).
En Oaxaca, pueblos y movimientos populares resisten la cotidiana violencia institucional y los asesinatos de dirigentes cometidos por "la ley" del gobernador en toda la entidad. Los pueblos wixaritari exigen al cretinizado gobierno de Jalisco el respeto que merecen en Tapurie, donde otra supercarretera turística da zarpazos. En Guerrero se desarrolla una cacería de líderes y pueblos, haciendo eco en la persecución y militarización abatidas sobre las Huastecas.
Se están defendiendo. Si lo hicieran juntos, pondrían en justificado jaque al podrido estado de cosas. Como enseñan los valientes pueblos indígenas de Bolivia, Ecuador, Perú y Colombia, es difícil pero posible.
Mientras los pueblos originarios no sean respetados y reconocidos por los Estados nacionales, no habrá verdadera democracia, así en Guatemala como Panamá, Colombia, Chile. Y claro, México. En nuestro país vive la cuarta parte de los indígenas americanos, y también su mayor población en el continente, aunque no todos quieran saberlo.
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