lunes, 17 de mayo de 2010

Mapuches en la ciudad, sus penas y sus triunfos

/ La Nación Por Soraya Rodríguez

Desarraigo es una palabra que encierra dolor, soledad y discriminación. Es arrancar de raíz, y para la "gente de la tierra", los mapuches, es una herida que dura hasta que logran retornar a lo suyo, a su paisaje, su agua, su sol.

Domingo 16 de mayo de 2010 | | LND Reportajes

La medicina tradicional mapuche ha logrado instalarse en la cultura capitalina. Hoy hay hasta farmacias.

El pueblo mapuche ha sufrido despojos, los han vivido todos: los que se quedaron en sus tierras y aquellos que por razones económicas emigraron a las ciudades, pero es común que ellos mismos reconozcan que los que más mal lo han pasado son quienes partieron a las urbes.

La nueva mirada gubernamental actualmente está en obra gruesa de estudio. Según se ha dicho, el objetivo sería reenfocar los recursos desde el campo a la ciudad. Pero más allá de las políticas gubernamentales pasadas, que entregaron más beneficios a los que se quedaron en sus comunidades de origen, con subsidios y programas diversos, los mapuches citadinos sienten que las penas y penurias de haber emigrado superan lo económico, porque tienen que ver con dificultades de integración.

Un tema que con la puesta en vigencia del convenio 169 de la OIT debiera tender a superarse. Para todos, sin embargo, la traba de fondo en las políticas étnicas radica en el bajo presupuesto, rural y urbano, pero sobre todo el último.

De la población indígena en el país, que según el Censo de 2002 asciende a casi 700 mil personas en Chile, el 90% aproximadamente es mapuche. Es decir, 630 mil ciudadanos. En general, persiste en ellos "el sueño de volver a la tierra ancestral". Así lo reconocen todos los avecindados en Santiago consultados por el tema, muchos de ellos arribados con sus padres hace más de 30 años. Los menos viajaron solos y un número cada vez más creciente simplemente nació en la capital. Cosas aparentemente tan simples como el sabor del agua sin cloro o mirar el horizonte sin torres entre medio, los hace soñar con retornar al campo. Pero muchos también dejan de lado las nostalgias y piensan en cómo mejorar sus vidas en la ciudad.

Cualquier diferencia de opinión se olvida al reconocer, eso sí, que su gran tema pendiente ha sido superar la pobreza tras dejar sus tierras. También la discriminación en su contra.

Así lo siente Miguel Nahuel. Tiene 46 años y nació en Santiago, luego que su padre, proveniente de Gnienoco (Nueva Imperial) y su madre, de Cholchol, se vinieran arrancando de la pobreza que los agobiaba. Ambos se conocieron en la capital, en la Quinta Normal, y decidieron unir sus vidas en matrimonio cuyo fruto "fueron siete hijos vivos". El mayor de los cuales, Juan, en cuanto pudo, volvió al sur.

Miguel cree que tanto los mapuches que se quedaron en sus tierras, como los que partieron a la ciudad, lo han pasado mal. "Ambas partes han sufrido por igual las necesidades económicas, pero la diferencia en contra de quienes viajaron a la ciudad es que enfrentaron la discriminación".

Si bien su familia no ha perdido tierras, sí dice que "fuimos arrinconados", porque su abuela debió enfrentar sola la defensa de su campo. Miguel, hoy con tres hijos de 23, 24 y 25 años, sueña con mejorar sus condiciones como trabajador de la construcción, o de chef, otra actividad que emprende cuando puede.

Beatriz Painiqueo tiene 50 años, nació en Dimulco, Lumaco. Se vino a Santiago a los 21, en busca de su hermana mayor. Fue consejera de la Conadi y es dirigenta de la comunidad Folilche Aflaiai (Gente de raíz eterna).

"Casi sin darme cuenta me fui quedando en Santiago, pero ambas (hermanas) queríamos seguir vinculadas a nuestro pasado, incluso viajábamos a Temuco cada mes a participar en actividades locales, pero no nos tomaban mucho en cuenta. Ellos decían que los mapuches que se fueron a Santiago no tenían problemas".

Así fue como iniciaron la búsqueda, en la capital, de quienes vivían un sentimiento similar y el año 82 formaron un grupo que derivó en la actual comunidad radicada en Peñalolén. La misma que hoy tiene terreno propio y una tradicional ruca para reuniones y ceremonias.

"Siempre tuvimos la inquietud, el sueño, el anhelo de tener una ruca donde, por lo menos, sentir ese olor que uno tenía en el campo", recuerda al reconocer que aún sigue echando de menos "la tranquilidad y el agua de la vertiente, que es dulce".

Beatriz Painiqueo está casada con Raimundo Nahuel, padre de su hijo Licán, hoy de 10 años. Fue tardía en cuestión de amores. Recalca que le gusta que su hijo adquiera los valores propios del mapuche como "el respeto a los mayores, porque, independientemente de la pobreza en que esté la comunidad, no se ven ancianos ni niños abandonados", dice al asumir también que una tarea prioritaria es enseñarle a su hijo la "mirada horizontal" que obliga su cultura. "No todo lo ves de arriba abajo... la ruca es circular u ovalada, y aquí nosotros siempre nos vemos las caras y conversamos en igualdad de condiciones".

Beatriz y el resto de los trasplantados resaltan una preocupación que es transversal entre los mapuches: el cuidado y el cariño familiar. Para los mapuches, la familia se extiende más allá del parentesco. Tanto, que así han formado organizaciones en varias comunas de la capital, especialmente concentradas en La Pintana, comuna que cuenta con el Programa Intercultural de Educación Bilingüe en cinco colegios y que pronto abarcará dos jardines infantiles.

Talleres de danza, fabricación de utensilios típicos, mapudungún (su lengua original), palín, orfebrería y yerbas, entre otras, son algunas de las técnicas que rescatan en la ciudad. En las rucas que han levantado en La Pintana y Peñalolén es donde celebran, religiosamente, las masivas rogativas del Guillatún y el Año Nuevo Mapuche (este último el 24 de junio).

Rural/urbano


La Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (Conadi), que dirige Francisco Painepán, no cuenta con presencia en todas las regiones del país y de hecho la Oficina de Asuntos Indígenas de Santiago tiene jurisdicción sobre cuatro regiones: Coquimbo, Valparaíso, Libertador Bernardo O´Higgins y Metropolitana, con 21 funcionarios.

Para contextualizar, hay que precisar que el 2009, el presupuesto nacional de Conadi fue de 33 mil millones 281 mil 687 pesos, repartidos en tres fondos: Desarrollo, Educación y Cultura y Tierras. Este último, que no se entrega en Santiago porque está destinado a tierras de ocupación ancestral, alcanzó casi el 90% del total.

El presupuesto 2009 de la oficina, según relató el jefe de Santiago, Marcos Huaiquilaf, fue de casi $468 millones entre programas de las áreas de desarrollo, educación y cultura. Todo para una población de 226 mil 59 indígenas que viven en las citadas regiones, de acuerdo a la medición del Censo 2002, que sólo consideró a los mayores de 14 años.

Con ese margen presupuestario, la oficina de Santiago desarrolla 12 programas, de los cuales destaca la beca indígena y de defensa jurídica que, con un abogado, un procurador y una secretaria, atendió, el 2008, 1.548 solicitudes de personas en los tribunales.

Para los analistas del tema, uno de los peros para el avance en políticas indígenas está, además del tema presupuestario, en la entrega de cifras reales. Así, por ejemplo, los datos del Censo del 2002 no coinciden con la encuesta Casen de 2006.

Según el Censo, la población indígena nacional era de 692.192, mayores de 14 años. De ellos, el 64,8% correspondía a residentes en las urbes y 35,2% a habitantes rurales. Para la Casen 2006, en cambio, la cifra total era de un millón 60 mil 786 personas, sin considerar tampoco la población indígena infantil, con 69,4% de población indígena urbana y 30,6% rural.

"Está claro que en Chile la población indígena vive en sectores urbanos mayoritariamente", reconoce Huaiquilaf, quien cree que "cada vez más, hay un proceso de reconocimiento de que las personas indígenas son eminentemente urbanas, independientes, que aunque conservan la idea del paraíso, constituyen organizaciones que demandan al Estado beneficios para indígenas urbanos. Ellos sienten que provienen de familias del sur, pero que el apoyo que necesitan es acá".

Así, por ejemplo, uno de los servicios que presta Conadi es la certificación de reconocimiento como indígena. En 2009 hubo en la oficina de Santiago 15.224 solicitudes. En Iquique fueron 10.652 y en Temuco 15.516, lo que revela que existe equivalencia entre la capital del país y la capital de la Araucanía en esta materia.

"Si uno quisiera identificar en qué región las personas están en proceso de reetnificación o de búsqueda de sus raíces, esa es la Metropolitana", explica Huaiquilaf, quien agrega como dato duro que en las cuatro regiones que atiende la oficina de Santiago, se han entregado personalidad jurídica a 195 asociaciones desde 1994 a la fecha, de las cuales 152 son de la Metropolitana.

"Esto es totalmente coherente con el hecho de que la población indígena en esta región es la segunda de mayor cantidad en el país, después de la Araucanía, que cuenta con 220 mil personas", compara.

Las equivalencias de población, sin embargo, se desequilibran a la hora de escuchar los testimonios de quienes se instalan en Santiago y recuerdan con anhelo la vida en el campo, al que vuelven cada verano o cada vez que pueden para recargar energías y reencontrarse con la familia.

Avances culturales

Para los mapuches residentes en la capital, el reconocimiento a su salud intercultural ha sido lo más destacado. Tanto, que ya han conseguido programas en los consultorios, donde cada mes, las machis atienden a la población mapuche enferma. Aunque cada vez más atienden a chilenos sin sangre mapuche.

Hernán Manquepillán es académico de desarrollo personal en el Departamento de Psicología de la Universidad Católica Cardenal Silva Henríquez. Nació en Santiago, pero su papá, el mayor de nueve hermanos, provino de Lilcoco, Lanco, Panguipulli, cuando tenía 13 años. A la larga, cinco de sus tíos se quedaron en la tierra de origen.

Fue su padre quien se trajo a sus hermanos para buscar un mejor futuro, pero aunque con el tiempo la lengua mapuche se fue perdiendo entre ellos, siempre mantuvieron el contacto familiar entre todos y, cada verano, el reencuentro es precisamente en el sur.

"Mi papá se integró a lo local, pero igual es fuerte su experiencia de la soledad. Él es muy tímido y creo que tiene recursos que no aprovechó porque de hecho es un gran autodidacta, pero aislado, sin redes", dice Hernán al intentar una descripción de su primer ancestro en la urbe.

-¿Cómo cree que fue la adaptación de él?

-Para todos fue duro, pero más para los que se vinieron, porque vivieron en carne propia el desarraigo, la soledad, la discriminación y las penurias económicas.

Hernán sabe que para su padre el sacrificio valió la pena. Se siente orgulloso de tener un hijo profesor de filosofía, otro egresado de contador que trabaja en un banco y una tercera diseñadora gráfica. Pese a las raíces que echó en la capital, Hernán le ha confesado a sus hijos que quiere volver a su tierra. "Lo haría por calidad de vida, por el hecho de estar en un espacio más amplio, con un ritmo de vida no tan exigente e inhumano". //LND

Se vino de Lautaro a vivir a la ciudad...

Juana Cheuquepán Colipe tiene en la actualidad 46 años y lleva 40 en Santiago. Tiene dos hijos y una nieta y es dirigenta de la organización Kiñepu Liwen (Un amanecer) de La Pintana, que cuenta con su terreno y una enorme ruca donde celebran el WeTripantu, Año Nuevo mapuche.

Ella viajó junto a sus padres y hermanos a un campamento de allegados en el paradero 25 de Santa Rosa. En agosto del 72 llegó a la villa Salvador Allende, de La Pintana. "Como toda familia mapuche migramos a la ciudad por necesidad de tierras. Nosotros éramos de Lautaro, mi familia era muy grande y teníamos poca tierra. Después de que se vino, mi papá estuvo como un año solo antes de mandar a buscar a mi mamá. Ahí nos vinimos todos".

"Desde que llegamos acá no fue fácil vivir en un espacio cerrado. En el campo teníamos todo el patio que queríamos, acá no, hubo que acostumbrarse a los vecinos, a otra forma de vestirse, de hablar... mi mamá me mandó a comprar ají, a los seis años, y pedí trapi, y nadie me entendía y no me vendieron, entonces me fui enojada y no quise seguir hablando mapudungún", recuerda Juana.

Pero con la llegada de sus hijos le cambió la vida y fomentó para ellos una convivencia integrada, con reforzamiento de la cultura y así fue como terminó encabezando el equipo municipal a cargo del Programa Intercultural de Educación Bilingüe que, el 2009, llegó a impartirse en 10 colegios de la comuna, por lo que para ella "antes de hacer nuevas políticas, hay que fortalecer lo que ya existe".

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